miércoles, agosto 31, 2005

¿Carné de conducir, yo?

Me encanta el transporte público. Tanto que creo que voy a renunciar rotundamente a la posibilidad de sacarme el carné. No merece la pena disponiendo de un servicio de autobuses, trenes y taxis como los que tenemos en la Comunidad Valenciana. Y es que, con el paso del tiempo, voy cerciorándome de que la flexibilidad horaria y la comodidad son sinónimos del transporte público valenciano.

Los horarios del trayecto son siempre los mismos y los medios de transporte que elijo, dos: el tren, de ida, y el bus, de vuelta. Y entre uno y otro, el taxi. ¡Qué estupenda combinación!

Por la mañana tomo un regional. El tren para, se abren las puertas, busco un asiento y, medio dormida todavía, me preparo para vivir la fascinante experiencia de cada lunes. De momento el viaje está siendo aburrido, todo va como debería ir. Pero de repente, empieza la acción. Una mujer joven, presumiendo de valores cívicos, se levanta, se queda de pie junto a unas de las puertas del tren, justo donde están las pegatinas de prohibido fumar, y se enciende un cigarro. Al terminar se vuelve a sentar, y al cabo de un rato, otro más, y así hasta cuatro cigarrillos en un vagón donde no se puede fumar. Un vagón, por cierto, totalmente perfumado. Voy al baño. De camino, me encuentro a una mujer con un enorme y peludo perro. Espero que el dulce animalito suelte pelo, favorecerá todavía más el ambiente.
Falta poco para llegar a mi destino pero no pierdo la esperanza de vivir algo más. Y en efecto, la mujer de al lado, que sufre el mismo calor que yo, se descalza, reposa sus pies en el asiento de delante y me muestra la hermosa manicura de sus envidiables pies. ¿Dónde se habrá comprado ese rosa chillón? El ambiente está cada vez mejor. Llevo hora y media subida en el tren y sólo he leído cuatro páginas de mi libro… Vaya, hemos llegado. Siguiente parada: el taxi.

Escojo el más reluciente de todos. Subo, cierro la puerta y ¡sorpresa! Parece que esto de presumir de buen ciudadano está de moda. El conductor se enciende un cigarrillo, desafiando la pegatina que él mismo debió pegar en el interior de su coche y me pregunta dónde vamos. Gracias a Dios el destino no está muy cerca de la estación. Me acomodo en el asiento. Creo que el taxista gasta alfombrillas muy gruesas. Bajo la vista y descubro que es un montón de tierra lo que estoy pisando. En medio de una nube de humo e impregnada ya de ceniza, y es que la velocidad es tan elevada que se cuela a la parte de detrás en vez de salir por la ventanilla, inspecciono minuciosamente todos los rinconcitos del vehículo. Desafortunadamente, en esta ocasión, a diferencia de la última vez, no veo araña alguna. La de la semana pasada era preciosa y colgaba del sillón del conductor. ¡Qué pena! Hoy tendré que conformarme con el tabaco y montón de tierra. Vislumbro ya mi destino. Le pago cuánto me pide. “¿5 euros? Uis, yo encantada con el buen servicio que me ha prestado, caballero, tenga tenga, ¡quédese con el cambio!”.

Todo lo bueno termina. Mi última parada de hoy, el autobús. Pero no me disgusto porque he tenido suerte; me ha tocado de nuevo el mismo conductor.
Me gusta sentarme justo detrás de él para no perderme ningún detalle. Conduciendo es muy refinado. Huye de los movimientos de volante bruscos y los toques de bocina no van con él. Él prefiere estar pendiente en todo momento de los pasajeros que, pudiendo escoger otro medio de transporte, han decidido pagarle a él. Su preocupación y obsesión es tal, que en el autobús uno no puede hacer prácticamente nada. Está terminantemente prohibido comer. Si te desmayas porque necesitas ingerir algo, ¡te aguantas! Lo dice el decreto ley. ¡Cuidado! Baja el volumen de la radio… Alguien está sacando una bolsa de plástico. Su cabeza da un giro inmediato de 360º y, con cara de pocos amigos, nos observa a cada uno de los que viajamos con él. ¿Qué quieres bajarte el brazo del sillón? Él te lo hace. ¿Qué te molesta el sol? Él te corre la cortina. No vaya a ser que lo rompamos todo. Eso sí, hay una cosa que no le molesta para nada: que saques tú mismo tu ticket. El funcionamiento es el siguiente: le pagas (no acepta billetes de 50 euros; o tienes más pequeño o no subes), te devuelve el cambio y cuando escuchas la señal: “coge tú el billete”, estiras sin brusquedad tu ticket. Y entre una cosa y la otra, ya estoy en casa. ¡Hay qué ver! Se me hace tan corto el viaje con este señor. Recojo mis cosas y le digo adiós, pero él, como es mejor ciudadano que yo, no abre la boca.

Por la noche llega mi padre a casa y me pregunta por el viaje. Yo, eufórica, le contesto: ¡me encanta el transporte público!


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